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domingo, 18 de marzo de 2012

6392.- ANA ARZOUMANIAN

Ana Arzoumanian
Nació en Buenos Aires, en 1962. De formación, abogada.
Publicó los libros de poesía: Labios (GEL, 1993), Debajo de la piedra (GEL, 1998), El ahogadero (tsé- tsé, 2002); la novela La mujer de ellos (GEL, 2001); y los relatos La granada (tsé- tsé, 2003), Mía (Alción Editora, 2004), Juana I (Alción Editora, 2006). Su libro Cuando todo acaba todo acabará (Paradiso ediciones, 2008) obtuvo el apoyo del Fondo Metropolitano de las Artes y las Ciencias del Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Participó del Segundo Encuentro sobre Genocidio en Buenos Aires, 2000; y del Segundo Encuentro Internacional, Análisis de Prácticas Sociales Genocidas, Universidad Nacional Tres de Febrero, 2007.
Tradujo del francés el libro Sade y la escritura de la orgía (Poder y parodia en “Historia de Juliette”) de Lucienne Frappier- Mazur (Ediciones Artes del Sur, 2006). Y del inglés Lo largo y lo corto del verso Holocausto de Susan Gubar (Alción Editora, 2007).
Ha sido becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto, Yad Vashem para realizar el seminario Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión, Jerusalén, 2008.
El Instituto Nacional de Cinematografía Argentino en al año 2009 otorgó un subsidio a la realización del documental “A” sobre diáspora e identidades múltiples en Argentina, documental que se rodará en Argentina y en Armenia siguiendo los trazos de su escritura.
Acaba de publicar el ensayo El depósito humano: una geografía de la desaparición, Xavier Bóveda editora, 2010.





Debajo de la Piedra


Nada debajo de la piedra.
Nada del titubeo.
Nada debajo del abismo que aprieta,
nada debajo del desabrigo.
Eso de frágil,
de débil,
de quebradizo,
lo retendré en mí,
una línea de aire
preparando su luz.








Hay crepúsculos atascados
en las ventanas del deseo.
Hay un olor opaco y un sopor
en mi ropa de entrecasa.
En ningún lugar, en las calles
de ningún lugar,
mi corazón te habla.






La maldita desgarradura,
el abandono de la voz.
El mismo zumbido
de mezquitas viejas.
Y otra vez el vacío
como reguero de cables
en la torsión del cuello.
Sentada debajo de la mesa, espero.
Cuando tu lengua
amasa besos en otra boca
todo el cuerpo que se agacha, duele.








Una casa es un lugar
donde se duerme,
donde se apilan sucios los platos.
Algo que fue
en las manchas de los manteles.
Restos de carne cocida
como en las sábanas los remiendos.
Sucia se amontona la ropa en canastos.
Se suma, se junta, se aprieta
en la casa donde sueño
tu mano escribiendo palabras
sobre mi agua herida.








En esta latitud enemiga,
obstinadamente limpia,
extiendo el líquido desvelado
sobre sábanas que parten.
Casi acurrucada
en el vacío de tus noches,
me impregno como filtración,
dibujo máscaras
en muros extraños.
La quietud del cuerpo me lastima
cuando en mis zanjas
vos abrís mi soledad.








El Ahogadero


El ahogadero.
La desazón de no alcanzarte.
El zarandeo pedregoso
se me echa encima,
recorre el hambre.
Y sólo más tarde,
la partida escolta
lo que no se detuvo
y aprieta, en lo tupido
esa inútil persistencia.








Hasta el hueso
sus impecables manos.
Sin el filo la cuchilla
divide en trozos
y ya no duele.
El aplazo impúdico,
narcótico despiadado,
paciente hilvana
sobre el miedo.
Y de a ratos,
poco a poco,
adormece.
Érase que es,
la adiestrada impostura.








No hay manera de salir
de la síntesis del relato;
alguien cede.
Alguien contra la pared,
en el grito sordo de las cosas, se reduce
a quietud de pasillos, de zanjones,
al resudar de sábanas en la siesta.
Alguien aturdido gira, no sabe
cuánto tiempo pasa dónde
cuando cede.
Así, como interrupción del hambre
se distancian las piernas,
en un aire continuo, invariable;
tan calladamente pegajoso
como líquido espeso de arena
que se empasta en la lengua, vela
el cuerpo desnudo;
la inexorable trampa
de las uñas rasgando
la pollerita cerrada.








No es calladita la muerte,
hace ruido el pulsador,
ruido la placa.
Le hace ruidos la muerte
como un estropajo que frota
su rígida aspereza.
Entonces ella canta,
canta para no escuchar;
no le cuesta nada
pasearse con la orquesta,
con todo el griterío atirantado.
Pero luego se levanta, se arma,
mete ruido, cruje el vocerío,
y ella canta para no escuchar
el aliento desinhibido, el rugido
de madres plañideras,
la acumulación bulliciosa del acero.
Ella canta la tonada el tarareo
del impacto en la nuca las sienes.
Si la obligan, no le cuesta nada
no escuchar la pedrada,
por eso ella canta y canta
bajo la marea comprimida de su voz,
para ahogar en bóvedas
a la muerte.
No es un cuchillo
de lámina fría,
de perfil en ángulo
hasta el mango espeso;
la promesa del límite.
Sin ningún hasta dónde
de lo húmedo.
Si fuese un cuchillo
se quedaría de pie
sobre eso que resiste.
Si fuera,
lo limpiaría después,
y al guardarlo, no recordaría.
Porque los cuchillos no recuerdan.
Si fuera,
cada vez que pusiera mis manos
en los bolsillos,
lo sentiría me diría
‘aquí está, ahora sí, ahora no podrán’
me diría no importa la hora el lugar
‘intenten ahora, ahora si pueden’.
En plural, porque él no se cansa
y no siente olores, no ve,
entonces no le importa,
no sabe distinguir.
Y como no distingue
no se ahoga, no se marea.
No es,
porque si pongo mis manos
en los bolsillos
y no salen sangrando,
herida de muerte,
desangrada.
Si no me ven chorreada;
si no estoy.
No es un cuchillo,
una guillotina,
un hacha,
una hoz.
No es una daga,
una lanza.
Los curtidores no lo reconocerían,
ni los afiladores.
Ellos vienen dos veces al mes, me dicen
‘Señora, ¿tiene algo para afilar?’
Y qué les contestaría yo sobre esto
que no es una navaja,
un puñal,
un sable,
que si fuera
serviría también para la comida.
Lo sabe el panadero, el carnicero.
Que también sirve para curar,
lo sabe bien el médico.
Si fuera un cuchillo
hoy, a esta hora,
si fuera de mi mano lo que olvido,
si fuera de su filo espejado
me vería en él como por una hendija,
no digna, no bastante para,
no bastante.
No es.
Es de lo que no hay.
No hay.
Y no.
Y es un llanto que no alcanza,
porque no es un cuchillo y no termina más.







La Granada

Buscame en el paredón. Allí, en las murallas de la ciudad de Kaffa; allí donde los tártaros capturan cadáveres infectados; allí en el año 1346. Buscame donde se arrojaban las cabezas de los soldados cautivos; sobre los muros de las fortificaciones. En la ejecución. Cerca del fusilero de montaña; pero del otro lado. Cerca del soldado de infantería. Del otro lado. En el charco. Descruzo las piernas, la blandura abundante de la pared no te retiene. Hay un derrame como de saliva aspirada. Descruzo las piernas. Me bajo de la cama. Se evapora. El charco que limpio con un trapo. Sobre el piso. Buscame en el paredón. En el charco sobre el piso, como práctica fenicia adorando el sexo del sacerdote. Y un derrame de saliva, y la muerte de cristianos en el año 203, y los pies que se nos enfrían. ¿Acaso, ese charco, lo habremos hecho juntos?






Algo que no se ve se ve, que no está está, que no pasa pasa. Algo se retuerce en hélices, forma un cordón. Una tela a lo largo de un alambre, una varilla. Se retuerce en hélices. Algo que no pasa pasa. Duros los pezones huyen debajo de la manta. Estoy desnuda. Una lluvia torrencial, y todavía tengo más agua sucia. Espesor de cañas arrastradas por la crecida, restos; y lo que me queda de lo que se va hartándose debajo de la manta.

Si llegaras a ver sangre, diré que me he sentado sobre algún animal muerto.





Mía

Se abulta. Un fuego azul, nudoso. Un fuego azul como si el cielo se incendiara, disimulando sus rojos y se quemara así, escondiéndose, una espera de siglos. Siglos está el cielo esperando el ardor sin llamas, sin llamas la luz que se desprende, su ráfaga de tormenta sobre los mástiles y las velas. Es azul el fuego inconsolable, la hoguera o el disparo que cae voraz como leña. Es azul inconsolable la estampida, sus chorros de chispas que ascienden. Es un criminal el azul, un asesino que grita entre la muchedumbre y se pierde en círculos. Entre la multitud que lleva antorchas en sus manos, el azul inspira a matar. Y es un canto de un dios, de un cisne; y en el canto, es azul lo que inspira. El cisne canta para que me nazca de un mismo parto un espesor de vapores, un deseo de aire que abrace en fuego los huesitos.

Del blanco a un amarillo más oscuro, el fuego se come la carne. Sigue su curso el azul, simula la asfixia de la piel entre gemidos, me deja marcas.

El perito dice: cicatriz de parto. Cicatriz de parto, el pelo quemado, y el parpadeo del vientre de la estoica llama de gas. Azul pálido que se abulta en los pedacitos que ahora cambian de color.

Juana I


Ella se los tiene que decir. Yo. La tierra removida es visible desde el aire. Una interrupción en la superficie de la hierba. Un cambio de color. Si sólo rascara a mano encontraría debajo de la tierra una zanja de norte a sur, de este a oeste. Escaleras en las paredes para bajar y calcular la edad según las puntas de las costillas, las clavículas y las sínfisis púbicas. Si midiera el fémur sabría acerca de la estatura.


Decir. ¿En qué idioma hablan las cosas?


Decir del hueso ilíaco que sobresale de eso que parece un hombre. Cerdos hocicando la tierra cenagosa. Decir cuando la mano se extiende hacia la voz. Toco la voz y es mía. Cuando alguien me habla (Felipe) es como si hubiera luz y yo toco la luz con la mano. Tu garganta, tu pecho. Un volumen de rumores en el interior (como si hubiera luz).


Es simple: Ella se los tiene que decir.


Un depósito de brazos atados a la espalda, tierra lisa color marrón sólo rascada a mano, y la falange del dedo gordo del pie más rolliza. Un manantial subterráneo que, al quitar la tierra, se convierte en agua burbujeando lentamente.


Hace frío y está oscuro. (Ella se los tiene que decir). Cuando me hablo es como si hubiera luz. Mezclo un vino caliente con azúcar y clavo de olor. Hablo de vos y de mí. Una a una me quito las enaguas. Hace frío (bebo el vino caliente con azúcar y clavo de olor). Hace frío, está oscuro. Me estiro para ver si mis pies llegan a los tuyos. Si mi vello con tu vello, ahí. Es simple, es justo, como si estuviéramos en la cama (del lecho de justicia). Lo suyo de cada cual; lo mío. Que me digas, es toda tuya.


¿Felipe, de quién son los cadáveres?












Cuando todo acabe todo acabará


Se trata del cuerpo. Cierto ritmo. Cierta longitud del paso. Cierto juego de las rodillas, un contoneo. Se trata del cuerpo en una calle sin asfaltar. Cuando digo la palabra casa, en mi boca se forma una casa entera y me resulta difícil pronunciarla. No una casa entera; la puerta entreabierta de una casa por donde se ven niños respirando pegamento de zapatos. Cuando digo casa, se me enredan los pies en el muelle de Recife, ahí en el pozo que funciona como hogar, al ras del piso. Cuando digo la palabra casa me sale chicas de la calle. Y no sé por qué me sale calle, si hay alambres y puertas y paredes, y perros y rejas.


Se trata de comer el desierto para frotarme por dentro. Mamá me arroja al tren, se pregunta, cuánto dura el efecto. Hace la seña de la cruz trazada con los dedos para signar. Para hacer señas como un faro, para estampar en el troquel dando forma a chapas metálicas. Signarse un efecto que dura cuatro horas, y a la hora sexta rezar la oración que empieza con señor mío jesucristo. Porque a ella le dicen mi señora. Nuestro señor jesucristo y nuestra señora la virgen. Una oración que empieza en mi garganta, quiere decir señor, y pronuncia enfeudar.








Una gran nube de agua tibia pulverizada en el fondo de los dedos. De la boca. Limaduras de piel, escurriéndose; detritos de animales marinos. Lo que no produce. Un catálogo empapado de algo que no hace existir, no fabrica, no genera. Una especie de campamento donde los moros tenían a los cautivos, como los baños de Argel. Cerramos la puerta, abrís la canilla para que nadie escuche, o para que se precipite un agua por la rotura dulce del cauce de tus ríos.


Yo, más que de rodillas. Vos, más que de pie en la bacina de mis piernas. Una densidad de partículas disueltas de un ambarino claro. Uromancia de las mujeres de Argel que se enamoran por el filtro de tu sexo.


No sabía que esa musculatura usaba su fuerza para vaciarse. Como afilando un utensilio de corte, o echando en un molde tu materia fundida.


Estoy tomando algo.












Como la máquina de apretar el ganado. La res entra y asoma la cabeza. Entre los paneles que se acercan, se apoyan las manos y las rodillas. Un compresor de aire acciona la abertura para el cuello. La presión lateral disminuye lentamente; luego se incrementa evitando que me mueva, o que me caiga, o que me asfixie al quedar colgada. Doy vueltas y vueltas. Siento la oscilación de los ojos cuando el cuerpo recobra el equilibrio. Ahora soy esta mata de pelo entre tus manos, la tercera esposa del emperador Claudio. No por los siete años de terror, por el fuego. Por la manera de arder una ciudad entera. Por la disolución de un animal en mí que va y viene. O mejor, dos animales de frente y de perfil que parecen extrañarse en una ausencia de trama cuando no estás.


Que me aprietes.


Más.










Con el latido acelerado de atravesar el Sahara escondida en un camión para llegar hasta Argel. Una kurda perdida en el Adriático; porque todos los que se pierden en el Adriático son kurdos que vienen de Irak. Uno de los treinta y dos náufragos adosados al flotador que, por tener demasiado peso se despega del bote, y cae. Después de venir del otro lado del Cáucaso, del Magreb. Después de ser las familias enteras durmiendo en una habitación en edificios vacíos, en casas hechas con pedazos de plástico, con cartones, con celofán o elásticos de cama.


Y cuando morare algún extranjero contigo en vuestra tierra no lo engañéis.


Con este olor gomoso a basura que se te pega. Este olor del Riachuelo que explota como aire comprimido de una máquina que me da en la cara. Directo en la cara, destraba la mandíbula mientras vos te la acomodás en el pantalón. Un movimiento de tomarla con la mano inclinándote el vientre hacia adentro y dejándola ahí. Todavía húmeda. Todavía tan llena. Tirante todavía, alzado como si se remangara un puño y empujara
algo
en
él
todavía.






No te muerdo las pestañas para reconocerte. Yo te elijo porque vos pagás. Pongo el oído sobre la madera carnosa de tus vellos y escucho un ruido como una guillotina de cortar papel. Tu pene así, como los bordes de los libros. Me acerco más y más y escucho. El metro es una longitud de medida calculada para el cuadrante del meridiano terrestre que pasa por París. Es una medida de versos. Escucho cómo corta la máquina el borde de un volumen de seis caras. Un hexaedro. Yo no sabía que el litro es una capacidad equivalente a un décimo cúbico. Vos, un litro. Mientras escucho la turba de


Este


es


mi


cuerpo




que no para con nada con nada para.







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