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lunes, 3 de septiembre de 2012

7783.- TERESA ITURRIAGA OSA





TERESA ITURRIAGA OSA 

Palma de Mallorca, 1961. Doctora en Traducción e Interpretación, ha colaborado en proyectos de investigación de la ULPGC, el CSIC y el Instituto Cervantes. Publica en prensa y revistas digitales. En 2004 es directora, coordinadora y autora de entrevistas en el libro Mi playa de las Canteras. Traduce el ensayo Modou Modou, sobre la inmigración africana. En 2005 publica “Hurto blanco” en Orillas Ajenas; en 2006, “Namoe” en Hilvanes; en 2007, “El violín y el oboe” en Fricciones; y “Tu nombre es Véronique” en Que suenen las olas, colección de relatos de mujeres marroquíes y canarias, que dirige y coordina. Ganadora en 2008 del III Certamen Internacional de Poesía “El verso digital” y del III Certamen de Poesía “Encuentros por la Paz”. Se publica Juego astral en versión digital. Desde 1985, reside en la isla de Gran Canaria (España).






POEMAS DEL MISTERIO


I

Sombras de amapola

La maravilla y media que tú ves en mí 
se levantó poco a poco del barro
cuando una luz tenue, apartada del mundo, 
estremeció su tez oscura 
y las manos tantearon el espacio de ceguera 
donde se encontraban solas.
Las sombras se mutaron en amapolas, las sombras 
descendieron al abismo, 
allí se quedaron dormidas sobre el vientre del misterio, tan rojas 
como esa realidad de ternura 
que es y está 
en todo lo que es.


II

Pegada al cristal

Tu cerebro, contenedor de peces,
se agujereó en el momento mismo en que aparecí 
por sorpresa 
ante tus retinas 
acostumbradas al desasosiego marino… 
Al instante, se clavaron en mí, 
fue un paro de silencio,
una huelga de brazos y piernas 
y tú perplejo de todo
hasta de ti mismo… 

Esa mirada fue acercándose 
ciegamente hasta la boca 
del pez más procaz 
para indagar con sus lentes sobre mis raros dibujos
y ya quedarse pegada al cristal 
para siempre, 
derretida en un bloque de agua,
como decían y dicen los viejos manuscritos, 
combatiendo en aras de su senda, 
delirio y eternidad.


III

La Gran Puerta

Leerte es 
zambullirse
en el mar de tus sueños, siguiendo 
la estela plateada de los sargos,
como una hebra de luz, hacia 
el recinto de cristal.

Por tu mirada, he entrado 
en la risa de tu piel,
en el guiño de tus labios, 
en el beso de tus párpados.
Y, ahora, volando voy hacia 
el tacto de tu aroma.

Porque leerte es 
jugar a trastear, descubrir 
el enigma de las fuentes,
viajar en el tren de los abrazos nunca vistos,
es pactar con otros sabios la infinitud de la belleza.
Ésa que te vio nacer.

La alegría de tu infancia 
nunca muerta,
la frescura de tu ser,
cal y arena de la vida de rey que tú llevas, siempre 
te acompañará por la vereda verde. 
La que lleva a la Gran Puerta.

Leerte es 
entrar 
en la morada donde habita tu corazón
entre astillas de azulejos arco iris
y redondas almenas con ecos de caracolas marinas,
en el Castillo de Oz de nuestra playa.

Mírame desde allí, entonces, oh, Neptuno, 
tú que reinas sobre todos los confines del orbe teatral.
Y mándame con un delfín
un abrazo envuelto en tu toalla,
unas sandalias aladas y hiedras dulces. 
Me protegerán del mal viento de este amanecer.





Hiperestesia

La poesía es una suerte de enfermedad,
una suerte de dolor de placer de oración.
Súplica a la palabra que nos rescata del desorden
y atrae sonidos aromatizados
en platos orientales
de canela y azafrán.

La poesía es sabor a muerte y nacimiento...
nacimiento y muerte... 
muerte y nacimiento…

Mientras llegan los sabores entre miles de arco iris encerrados
en laberintos donde los conceptos bajan resbalando 
la pendiente sin ancla ni asidero… 
yo te rezo poesía primigenia 
teñida de velos bailas tu danza de fuego 
al chocar con las papilas de mi lengua
que-se-deleitan-en-el-placer-de-tenerte-por-un-momento,
como los dioses toman a las amantes, 
por sorpresa y sin nombrarse.






Olas, olas, olas...

Desde las playas de la memoria
golpean incesantes los guijarros.
Blancos, verdes, rojos, oscuros.
Como espectros alados
excavan los surcos
que mi alma va dejando
entre poro y poro, cabellos, huesos.
¿De qué quieres que me componga?
Te gritaré tan alto que 
todo el mundo podrá oírme
porque la voz se me escapa, 
delatora de verdad.
Los poemas van y vienen.
Yo no ceso de escuchar los tientos.
El perfume es una sirena que va a estallarme la piel.
Mudo como un animal devorador de desiertos,
con una simple hoja sobrevivo en espacios infinitos.
Hojas de un árbol ígneo cubren 
mi patio de los Campos Elíseos.
Y allí, en el césped rojo de lágrimas bañado,
reposan las cartas que escribí a la belleza,
hermana, virgen y esposa 
de la vida desnuda,
sin tu disfraz de poeta.






ODISEO A ESCENA

        Quieta y soberana como una alhambra cansada,
veo pasar las horas frente a una loza de letras, 
tras el cristal una copa me sirve un mar estéril de dichas,
        espías en corimbos apretados 
traspasan los límites del azar.
        Fuera del agua, el cielo reluce 
un alarde de erotismo 
que no sobrevivirá ni a la risa de su esqueleto.

        Por eso, me paseo entre pupilas chinas.
Por eso, camino por el puente de bambú... y ahí me detengo.
        Veo que la erosión se ha comido las cuerdas.
Sin cintas bajo mis pies, solo el abismo.

        Voy buscando el sonido del Omphalos,
ritual y tatuaje sumergido 
        en una cruz de palabras 
a un paso del albero, quiero, sueño,
me bebo a sorbos los recuerdos, 
deposito cicatrices en cascada con mi flaqueza hecha ceniza,
        se levantan remolinos, una química
que casi me estalla los órganos del ser.

        Pero he de esperar la hora vibrante
cuando se apagan las luces del teatro y,
        muy lentamente,
desciende la hora bruja a la arena del mundo.

        Entonces, la voz de la sibila toca al viejo Odiseo
y desvela milenramas ocultas en su tierra de párrafos.
        La música sagrada de una nube de silencio cubre el lugar.
Aparece la faz de un hombre vestido de selva, 
cuerpo, voz y pies, herida puesta en escena, 
dama, corona que pronuncia en voz alta.

Y yo me inclino ante él desde mi ventana ajimezada,
        distancia de la fiera que conoce su celo.






El mapache y el hada

Tú no estabas en la frontera cuando sonó la campana.
Sólo un triste mapache me miraba bajo el árbol.
Intenté reanimarlo con un beso, pero ya era tarde, habías huido con ella.
El hada de la lluvia era nuestra única esperanza y tú te la llevaste 
amordazada.
Devuélvemela.
Hicimos un pacto, recuerda.
Sí, ya sé que estás ausente, y que aún necesitas ver el color 
de mi collar para comprenderme.
Pasarán dos lunas, tres lunas, cien lunas.
Vestiré con las ropas de mi pueblo, danzaré y danzaré…
Entonces, atraeré el alma del mapache y del hada, y no me quedará 
más remedio que irme o quedarme.


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