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lunes, 25 de junio de 2012

7280.- CÉ MENDIZÁBAL


Cé Mendizábal nació en Oruro, Bolivia, en 1956, aunque salvo dos estancias largas en Nueva York, toda su vida ha residido en La Paz.

En 1989 ganó el Primer Premio de Crítica Cinematográfica Llama de Plata. En 1999 recibió la Medalla de Oro al Mérito Cultural que otorga la Asociación de Periodistas de La Paz y, el mismo año, Ce Mendizabal ganó la primera versión del Premio Nacional de Novela, con la obra Alguien más a cargo (2000).

Autor de Regreso del agua (1994), Inmersion de las ciudades (1998), En el concavo espejo de la desmemoria (2004) y Negro Hilar (2007).



Regreso del agua

La arena del tiempo en el cúmulo de los días.
Las sombras que se hacen largas en los rostros.
Una bandada de verbos y sus crías
se desliza en la helada superficie del cielo.

La conversación es un río de palabras
que revierten la historia
mientras el agua regresa
y Heráclito se asombra.






Troya
             
No estuviste en Troya, Helena;
tus pies no conocieron esa tierra.
La guerra se inició allí
por el fuego de tanto deseo.
Más que nadie te amó Homero
Para urdir ríos de palabras
en el nombre de tu ausencia,
para ver la acumulación de las armas
donde no había nadie,
para ver el tumulto de las naves
donde no había nada.
Mucho debió amarte para imponer tan duro cerco
a toda una ciudad
para arrancar de la voluptuosidad de sus vinos
y de sus lechos
a tanto dios vengativo,
a tanto héroe desdichado.
Cuánta sangre, Helena, cuánto sudor
para trepar los muros inexistentes.

Las flechas son ahora nubes
que en las nubes se pierden
para volver como lluvia
que embarga los corazones.
Mira el llanto de ese hombre viejo.
Sólo quiere rescatar del barro el cuerpo de su hijo.
Cuántas vueltas, Helena,
cuántas vueltas alrededor de los muros imaginados
cuánto más habrá de durar todo esto.

Tersites fomenta la traición en los campamentos.
Es como un fantasma que repite que en el amor
hay que complotar.
Pero Homero no oye,
y pronto vuelve al norte
de sus pesadas picas
y del noble desafío.
Todo es terror ahora
cuando el rey de los mirmidones
ejerce su invencible venganza.
Pero más invencibles
son tus paredones, Helena,
que requieren tanto sacrificio.

Dentro de la ciudad cunde la desesperación.
Alguien debe transar con los dioses.
En el humo,
entremedio de las desperdiciadas almas
que el incienso redime,
han visto levantarse un gigantesco caballo sobre la arena.
Eso no puede ser un regalo, Helena;
Sólo puede ser la infinita trampa del amor.
Más que nunca debes guardar tus murallas.
Mira que no sea tarde,
que no extravíe Homero a los héroes en el océano,
que no ciegue a los cíclopes,
ni nos haga beber su temible brebaje.
No cedas al canto de las sirenas
y sobre todo, que no te toque Paris.

Huye, mientras puedas, del enceguecido poeta.
Que no amenacen las lanzas
a los hogares y el furor duerma distraído.
Que no abra sus labios,
que no cante la diosa.







Dinamarca

Los ojos son los roídos espejos
de los ojos que te tienen por testigo.
Las palabras, menos y más que la espuma,
querido príncipe,
y de cualquier modo, Dinamarca
/ está toda enloquecida.
Sangre va en sus voces
y filos crecen entre sus muros.






En el reverso de tu balcón

Sonríe
Tras los vidrios desdibujados
Sostén la vieja casa
Tres o cuatro de la tarde,
Eso lo dicto yo
Tú decreta lo que guardas
En el reverso de tu balcón
El deseo arrebujado
Urdiendo sus indómitos arabescos
Inventándome una memoria
Espejo ciego
Que no niega los cuerpos
El uno en el otro
La risa tañendo voces en cada cuarto
En nuestro cuerpo el otro cuerpo
Lo que nunca fue, sino aquí
En la negra coalición de las palabras
Atizándose
Sobre el fuego blanco de la página






Dejarán de ser las siete

Dejarán de ser las siete
y sus minutos lacrados
cuando sigas aguardando.
Se trastocará una larga hora
contra los animales de la espera
El "ya vendrá"
el "algo sucede"
el "¿y si lo hubiera olvidado?"
la fauna de la intriga y el desespero
Sumarán las ocho
y todos tus argumentos
cuando emprendas el regreso
sin haber vislumbrado
la felicidad imaginada
sin conjurar los espectros
a punta de palabras
sin destinatario el río verbal
guardad en sí misma la noche
el hábito de hundirnos en su mar negro





Tenochtitlán

En Tenochtitlán
los tallos y bulbos
brotaban por alrededor,
las aguas fluían debajo de los puentes
de tronco, rocas y cuerda;
el águila visitaba
la cámara real
no para devorar a la serpiente,
para fecundarla.
Ahora Tenochtitlán está rodeada de guerreros.
¿Cuántos habrá en la oscuridad hervida en fuego?
Miles quizá, quizá millones.
Cada uno sosteniendo en una mano
su propia antorcha
y en la otra
la venganza.
Las barcazas tiemblan en la orilla.
Loa caballos agitan el horror.

Adentro, un hombre mira la escena
envuelto en su feroz silencio,
en la grandeza de su miseria.
Esta noche apenas comienza.






Manhattan dream

Al sumergirse en el oeste,
por el dormido oleaje de las nubes,
la encendida moneda que cae
entre las agujas y las azoteas
dirá si es cara o sol.

Desde aquí,
mi ventana intenta convencerme
de que todos los reinos son míos:
el cielo de mármol,
las enervadas construcciones,
la multitud.
Puñados de hombres, mujeres y niños
se miran en esquinas enfrentadas.
A la señal, intercambiarán vértices
hasta dispersarse
en la medida de su fantasía
o en el río de su dolor.
Incansable,
un globo aerostático reescribe su versión del insomnio
en el frío de la cúpula
y la llama Goodyear.
En el reverso, un gato diseña
una arquitectura larga sobre la alfombra,
la geografía de esta patria del vértigo.

Como el acto principal de un día mítico,
Central Park abre su promesa
en el corazón de cristal y hierro
pero nada de esto me pertenece,
mi ventana miente.
No es mía la cenicienta arboleda
del final del invierno,
no son míos los carruajes de hollín y crines
ni es mía la persecución.
El East River,
que fluye con quietud
mientras socava en lo hondo de la urbe,
sabe de estas historias.
En Amsterdam y 81 hay un bar que trataré de ignorar.
En el 145 de esa 81
una puerta
que mal intento no ver.
No sé si alcance Penn Station
donde podría abordar un tren a lo desconocido,
lejos de tu exactitud.

Con ademanes de mezquita a punto de venirse abajo,
una gorda recoge las chucherías
que ha estado vendiendo:
filtros para-que-retorne,
enjuagues para-que-se-aleje,
pócimas para-que-no-te-olvide
y, por supuesto, tónico-para-el-cabello:
sartas de ilusiones para gente desilusionada
entre los talismanes y sus enemigos.
Tras vacilar frente a un comerciante del Harlem
que patea el creole con sus juegos de palabras
que más parecen botellas rotas
en manos de un prestidigitador macabro,
la concurrencia,
entre pálida y tiznada,
sucumbe ante la matrona nubia
a ver si esta vez algún sortilegio
sirve para cercenar los hábitos
que escurren la vida en el inodoro:
comprar aunque no se más que para mantener
la costumbre:
regodearse en la maldición
y la gloria del sistema.

De lo alto de una vitrina,
dos olímpicas llenas de arrugas
discurren entre la porcelana nerviosa
y su tibio vaivén de té
sobre la conveniencia de inquirir
con la Circe del Bronx.
Mientras, como en una sinfonía que crece
conforme los músicos arriban a la sala,
una a una, y sin señal previa,
las luces brincan en sus engastes
hasta dar lugar al enjambre.

Nade de esto es mío
No son mías las felinas mujeres
que trascienden desde las pieles muertas.
No lo son los perros pomeranos
y otros sin nombre
que pasean a sus monótonos dueños
sobre la paz de la hierba,
donde boquean hombres cargados de sueño
al lado de ancianos cargados de fatiga.
De un momento a otro,
las patas nerviosas de los caballos persas
harán añicos con su tambor
la quietud de la tierra.
Al tiempo que crece el rumor tutelar de la ciudad,
el astro rey
naufraga con un último hervor
en el abierto tajo del Hudson.
Viéndolo rechinar en las aguas,
uno piensa que ya no habrá de levantarse
pero al igual que mi ventana
y el resto de la ciudad,
el sol también desempeña su acto
y cobra su salario.

Sí, nada de esto es mío.
Quizá pase la noche fisgando
entre el tatuaje de neón de la ciudad
aguzada la memoria
sin más palabras que mi extraño nombre,
sin otro conocimiento
de que aquí, en Manhattan, todo habrá de repetirse.





La plaza

Mientras cruzo la plaza,
la noche queda estática.
De aquí y de allá viejas risas salen
al encuentro
como animales conocidos y fieles.
Un puñado de sombras persigue alegre
una pelota que rebota lenta e incansable
hasta perderse en lo hondo.
La memoria se abre en un abanico:
aquí tropiezo y sangro.
Allá río con otros alguna ocurrencia.
Cuando tú apareces
-conjurando primero en la pequeñez-
la plaza se llena
de rubores, vergüenzas primeras y silencios.
Todo está intacto.
Miro de reojo y me descrubro mirándote de reojo.
Cuando quiero huir,
no sé si eres tú
o la plaza
lo que me atrapa.





Silencio

Y la luz que se dispersa en el aire,
en medio de las espirales de la música
de los rostros que hablan del cansancio del alcohol
y ríen con placer.
De los labios que persiguen a su modo
las melodías.

Los pies ya son parte
de un suelo que baila, mientras los sueños
son sección de una memoria que se evapora.

Al fondo, los fantasmas también bailan.

Y la razón de tanto silencio
a pesar de toda la música y de todas las voces,
son los muertos con su furia desatada
y son los vivos que de a poco mueren
con su furia contenida.



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