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domingo, 3 de junio de 2012

7108.- DIEGO MUZZIO



Diego Ignacio Muzzio nació en Buenos Aires en 1969. Cursó estudios de Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Ha publicado El hueso del ojo (Editorial Filofalsía, 1991), Sheol Sheol (Grupo Editor Latinoamericano, 1997), Gabatha (Editorial Práctica Mortal, México, 2000), Hieronymus Bosch (Ediciones del Dock, 2005) y La asombrosa sombra del pez limón (Cuentos infantiles, Ediciones SM, 2005). Obtuvo los siguientes premios: Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes (1997), Primer Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (2000), Segundo Premio de Poesía del Fondo nacional de las Artes (2004).




La casa

Las casas viven y mueren.
T. S. Eliot

Ese verano nadie resucitó
en la casa,
y nuestros cuerpos iban dejando escombros
a lo largo de los días.

El tiempo no era lo que imaginábamos.

La casa se caía, irremediablemente,
y cada uno dormía
acurrucado en su recuerdo.
Todos con los brazos largos
de cargar ataúdes,
con la misma pregunta
tácita en los ojos.
Ese verano cada uno dejó
su esqueleto frente a una ventana,
y nos fuimos de la casa
arrastrando ollas y frazadas,
un montón de fantasmas desarmados.

El tiempo no era lo que imaginábamos.

Nosotros, tampoco.





Java

El vapor que se eleva de la taza sugiere el contorno
de archipiélagos donde la lluvia doblega
la verde penumbra de una selva.
Sobre la playa avanza una familia de tortugas,
y luego sólo ves los caparazones vacíos,
útiles aún para ocultar a los peces más pequeños
de las fauces de depredadores mayores;
y los mismos pensamientos vuelven
con el reflujo turbio de la marea:
el azar que te permite estar sentado, imaginar
viajes improbables como morir momentáneamente
para descender a dispersar el denso
cardúmen cebado en tu costado.
Y si al regresar lo harías al mismo lugar,
bajo las mismas condiciones, y cuánto de tu vida
estarías dispuesto a resignar por el dudoso privilegio
de nadar en esas aguas; si al retornar encontraras
que algunos objetos o incluso tu cuerpo cambiaron
y tu mano ya no sostiene una taza y tu mano
es sólo el dorso de tu mano acoplado a una mandíbula.
La luz no pacta con la oscuridad
y es necesario encontrar una estrategia que te permita
atravesar la longitud del día, segregar un caparazón,
otro cielo bajo el cielo, prevalecer un tiempo
sobre el agua que aguarda
la caída y dispersión de tu precaria arquitectura.







Carta a mi padre

La luz que crecía detrás del palomar,
entre las patas de los pájaros;
esos pequeños filamentos de luz
entre una pata y otra,
esa luz ya no está.
Lanzábamos piedras a las palomas
rojas del barro del aire,
y esperábamos, junto a los pinos,
que volaran a dormir en nuestras manos.
Las hormigas que iban y venían
en la cocina,
entre cáscaras de papa y fósforos apagados
han cambiado de territorio;
ya no se las ve, laboriosas,
correr entre las legumbres.
Los primos las perseguían;
debajo de la lupa
el sol las calcinaba.
Yo miraba, fuera del círculo infantil,
y pensaba en nosotros en lugar de las hormigas.

El tiempo sólo me ha dado tiempo.
Ahora recuerdo
estas pequeñas cosas que nos pertenecían.
Ayer una paloma quedó enredada
en las ramas de un árbol
como el barrilete rojo hecho de cañas;
ya no seré sacerdote,
sigo creyendo en Cristo.

A veces siento que hunde sus manos
en la neblina verde que rodea mi cabeza,
y su sangre entra en mi sangre
como un torrente oscuro, un río melancólico;
entonces apoya sus labios en mi mejilla
y en un susurro me dice:
“Resiste. Debo abandonarte.”

De Sheol Sheol, Grupo Editor Latinoamericano, 1997





Malleus Maleficarum

Tampoco hay que encerrar demonios en un frasco
si se desea librarse del brazo secular.
Nicolau Eimeric
Manual de los Inquisidores

Cómo me gustaría mirar viejas películas para siempre,
los dos en la cama, bajo mantas amarillas, con grandes
tazas de café y el invierno tejiendo su escarcha entre
techos y torres como una inmensa araña blanca.
Pero la Fama, abandonando su palacio de bronce sonoro,
reclama mi presencia en los estrados de Rialto, o lejos
en Monte Spinato, o aún más lejos en Blakulla, y debo atender
a mis asuntos porque, amor: estamos perdiendo la perspectiva.
Estamos perdiendo la partida de ajedrez contra la sombra.
Cuando salgo a caminar y me demoro en algún bar y
oigo los postreros saxos del desmembramiento
o mientras espero al gondolieri que me lleve
a la otra orilla del Canale della Misericordia:
si tus ojos vieran lo que ven mis ojos, entonces, amor,
debería excomulgarte, colgarte de tu pelo rojo,
hundir tu pulmón de oro en el pájaro de sangre de la lluvia.
Ayer a la mañana: ¿no estábamos de buen humor?
¿No reíamos y retozábamos entre las reliquias,
no pesaba yo tus senos como dos cabezas
de gemelos que salieran de tu tórax, no buscaba,
tembloroso, orando por las dudas, el tercer pezón
que alimenta los rebaños de espíritus inmundos?
Pero hoy estás tan triste... El biper no deja de sonar,
mientras tus manos ordenan, amorosas, los instrumentos
en la maleta de terciopelo negro, regalo del Dux
en reconocimiento a la quema de brujas en Bolonia.
Tengo dos entradas para el cine. Esa es la sorpresa.
Y reservas para un largo viaje más allá de los canales,
más allá de San Michele y el regno della morte gente.
Amor: no te aflijas. Nuestras acciones suben sin cesar
en los cofres de la Jerusalén celeste. Somos inmortales.
Y estamos en el mejor momento de nuestras vidas.

De Hieronymus Bosch, Ediciones del Dock, 2005





Ventanas iluminadas

Abre los ojos. Su mano cae sobre los libros
apilados junto a la cama, toma uno al azar
y lee un poema: es como abrir una ventana
en una casa desconocida, a la que llegamos por la noche,
agotados de caminar bajo la lluvia helada.
Aún somnoliento, su cerebro organiza el trabajo:
¿puede aprovechar algo de sus sueños?
El asno que cae de lo alto de la montaña
o aquella voz que, en la oscuridad, afirmaba:
"la muerte es una silla en una habitación vacía".
Escribe. Corrige. Vuelve a escribir. La tarde despliega
la pregunta de siempre y, al anochecer, cree encontrar
una respuesta en otro libro abierto al azar:
debo escribir poemas, la más fatigante de las ocupaciones.
Enciende la luz. Se acerca a la ventana. Otras luces
resplandecen a lo lejos, entre las copas de los árboles.
Algunas permanecerán encendidas hasta la madrugada.






El valle de Josafat

Y todo aquel año deambulé por casas prestadas
arrastrando ropa sucia, libros, poemas sin concluir,
las manos hundidas en un iceberg, los ojos
fijos en el Valle, Gehenna, la múltiple Maremma,
así me dejé estar durante días en esos
cuartos desconocidos, los descosidos músculos
murmurando humo, humo..., nos hundimos
y el agua helada taladraba la estructura de la pesca,
y estoy completamente solo, mudo como un buzo
en traje de etiqueta, raquítico, inmóvil, soportando
la electrificada corona de espinas del insomnio.
Almas aullaban bajo sirenas de bombardeo, alarma:
Deutsche Reichsbahn Deutsche Reichsbahn. SNCF.
Dos gigantescos vagones rusos con la hoz y el martillo
mal tachados. Deutsche Reichsbahn. Luego, Caballo,
8 hombres 40 Tara, Portata: un vagón italiano
avanzando sobre la nieve, cargando mis libros
huesos, zapatos, nueve ediciones de la Divina Comedia,
mis medias, las noches que lloramos,
los trípticos de Hieronymus Bosch y, en un rincón,
altas y blancas y con empapados hábitos flotantes,
las cinco monjas ahogadas (7 de diciembre, 1875).
El semen que sembré sobre senos y gusanos,
una visión del mundo del medioevo o quizás
renacentista, lagunas, lenguas, y un obtuso
espíritu que especula aún con el ojo de Dios
sobre cada uno de mis actos, como un padre   ausente,
aunque sin duda furioso. Salgo a caminar.
Es de noche. Estas calles son para mí desconocidas.
Pero detrás de las copas de los árboles, la triste
Jerusalén se precipita hacia la ruina. En todo caso
(¿y cómo debo llamarte: Señor, Adonais, Elohim,
Cristo, Eli, Jesús, mi dulce Jesús de la Cruz?):
la tierra que veo ya no se diferencia del infierno.







Los iluminadores

¡Si durante un año se escribiera para pintar,
/y no para hacer música, oh Casella!
Ezra Pound

Apenas unas monedas por su sexta crucifixión
pintada en el margen de una Biblia in octavo;
una semana sembrando sangre de su Salvador,
sentado sobre el sometido semen susurrante
y cuando el dueño del libro, un sastre holandés,
examinó el trabajo e inquirió por el sentido
del ciervo que huía en un bosque a la izquierda de la cruz,
él sólo se encogió de hombros, sin siquiera responder.
Aquel holandés pagó por el privilegio de una inmóvil
escena incrustada en la escritura, y yo pago
una entrada para el cine. En la oscuridad me guía
un hombre con linterna; el haz de luz cae sobre la butaca,
rayo de sol sobre un tronco calcinado,
y me hundo en la húmeda pelambre de penumbra
como un joven animal perseguido y aterrado.
Hay precedentes, una tradición lícita, cantar una cosa cuando
tu canción significa otra...; por mi parte, no puedo dar cuenta
de la manada de palabras que mana en la mañana,
pero puedo huir al abrigo de los árboles
masticar el hueso del agua de la duda,
puedo entrar a cualquier cine con el único propósito
de que alguien ilumine brevemente mi camino.
En la pantalla, Jesús recorre las habitaciones de un hotel:
se inclina ante cada orgía como a punto de beber
y las manos agujereadas juegan con oscuros genitales
mientras un enjambre de ángeles clava su sexo en una tabla.
El pintor sale a la nieve. En el bosque brama un ciervo
y él, manoseando la bolsa de monedas,
se dirige a una taberna. Allí hay una mujer que,
por una mínima suma, se deja penetrar
sobre el heno del establo. Huele a humo, a sudor
pero ríe siempre y dice que sobre su cuerpo
un hombre puede entrar montado al Paraíso.




El rinoceronte

Cuántos Cristos cargando la cruz y cuántos
San Sebastián y Descensos a la Tumba
habremos visto en nuestra breve vida,
Domenico, en Florencia, aquí en Venecia,
colgando iluminados de los rascacielos
o interrumpiendo las aéreas cañerías
que siembran el semen de la masturbación
en el lago de limo de los limbos.
Mi amigo, mi amadísimo Domenico:
he conocido una mujer, ayer, cerca del agua.
Su pelo negro y su vestido demasiado amplio
dejaban en el viento un perfume indescifrable.
Caminamos. Bebimos vino. Más tarde
me guió a los altos de una casa en Cannaregio.
La noche me empapó las manos. Al amanecer,
sin que ella lo pidiera, le mostré la foto
de mi óleo más logrado: Ascenso del Calvario.
Ella lo miró con indiferencia. Y luego,
Domenico, escucha..., luego se levantó
y enseguida regresó con el dibujo
torpe y desproporcionado de un rinoceronte.
La imbecilidad del tema y su peor factura
convocaron a mis labios la sonrisa, y ella dijo:
éste es el espíritu acosado que no sabes pintar.
Me vestí. Salí de allí. Espero no volver a verla.

De Tratado sobre la ejecución de animales







Asesinato de una mujer

Me comí tus muslos. Corté
la pierna derecha arriba
de la rodilla; luego la izquierda

y eran blancos tus muslos como
tinajas de nieve, frescos, tibios
en mi paladar. Sangre espesa

corría por mis labios hacia abajo
corría como un río subterráneo
río en el preciso
               
momento del deshielo
cuando la superficie se quiebra
y salta el agua liberada. Los peces

truchas y salmones que durmieron
en el fondo frío, saltan también,
reciben la caricia del sol

y de noche el zarpazo de la luna.
Truchas y salmones son
los peces más sabrosos

pero no pueden compararse
con tus muslos: colibríes
desquiciados en la sangre.






Asesinato de un apicultor

La sangre es miel:
cuando chorrea sobre mis manos
hundo los dedos en la boca
la lengua lame la lava
que circula dentro de los cuerpos.

Las abejas danzan en el aire
se confunden con las gotas
de sangre suspendidas
en el rayo oblicuo del sol.

Pero las gotas caen:
ahora brotan sobre el  prado
pequeñas flores rojas.

Y mientras yo descanso
de mi árido trabajo

llevan las abejas
sangre a las colmenas.






Flaubert observa unos flamencos

Esos árboles detrás de la ventana, imposibles de alcanzar:
¿cómo los describiré? Sin duda cambian con el paso de la tarde,
la luz los transforma permanentemente en otros árboles
y la ausencia de luz los hace semejantes
a temibles criaturas en el lodo junto al agua.
Y las aves, inconstantes en la elección de los ángulos
del río donde descienden, y el dibujo irrepetible de las nubes,
tus pies, que seguramente han cambiado, o el mar
que no veo desde hace años y que a lo largo
de kilómetros de costa renueva sin cesar
su invitación a hundirnos en lo indistinto.
He entablado una guerra con lo real y el conflicto
ocupa cada minuto de cada uno de mis días.
Me preguntas qué he debido soportar para haber
llegado a donde estoy. No lo sabrás, ni tú ni los otros,
porque no se puede decir. La mano que me quemé
y cuya piel está arrugada como la de una momia,
es más insensible que la otra al frío y al calor.
También mi alma pasó por el fuego:
¿puede maravillar acaso que no se caliente al sol?
Aquí y allí, osamentas humanas, restos de la guerra.
Y luego, a lo lejos, el mar, siempre el mar.





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