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miércoles, 27 de junio de 2012

7305.- ANTONIO HERRADA HIDALGO


Antonio Herrada Hidalgo 
Holguín. Cuba. 1992. Hijo destacado de la ciudad, 2007. Premio Nuevas Voces de la Poesía 2012.  




Mientras caigo al vacío del papel

La palabra que temía.
Los sermones de aquel que me instó a recorrer el camino.

En mi cabeza resuenan las risas
de eruditos complacidos con la burla.

Los papeles que serían mi esperanza quedan en un sitio desconocido,
como legado de horas padecidas en traducciones imposibles.

 Toda madurez fue incierta.
Sólo hubo esencias vitales  que fingieron la cosecha,
desvanecidas en la cena atroz.

Habrán de alzarse los sentidos, 
habrán de percibirse los pálpitos de lo creado,
habrán de morir las manos  quemadas por la simiente,
heridas por la dureza de la tierra.

Hay que aguardar la tormenta en lo más hondo de la espera.

Las hojas ultrajadas,  de entre las burlas y el polvo,
verán resurgir el alma de los muertos.






Cautivo de la Sombra.
                                                                                                           
Toma el camino inverso
que este conduce a la desesperación
y hay una mutilada sombra (…)
que me mira pasar insomne (…)
hacia los espacios vacíos.

Lina de Feria.
Mis pies han aprendido a palpar el camino.
Esta oscuridad es apenas la silueta de lo inexistente.
Vago entre sombras que van conformando el cuerpo inerme que seré.
Paredes que se encogen presionan mi espalda
mientras intento expandir este mundo.
Resbalan las ansias de crecer por la superficie
que no concibe espacios ni  rupturas.
Atravieso la penumbra a manera de animal nocturno.
La madrugada avanza con la frialdad que azota huesos desvanecidos.
Todo se hunde en el silencio que se extiende por la ausencia de barreras.
El desvelo se transforma invariable.
Las horas caen como hojas de un árbol para alimentar el suelo.
¿Es este un estado intemporal?
La luz partió llevándose los seres.
La otra mitad se ha detenido.






Lo que se esconde tras la sombra. 

“¿Y esa luz? -Es tu sombra… ”
Dulce María Loynaz.

Mis ojos ciegos de la espera de desterradas imágenes
para alcanzar las razones del ser.
A tientas insisto en hallar las claridades.
Anduve tras lo desconocido, tras rastros de iluminaciones 
que sentenciaron con su ausencia la penumbra obstinada de aquel mundo.
Pude percibir el crecimiento de las sombras hasta dimensiones inimaginables.
En la eterna noche de mis días descubrí  la luz como una materia
de inexplicable sentido.
Una esencia que alumbra cuando nada impide su paso.
Luz tantas veces deseada se desvanece en el vacío.
Sólo la sombra es una huella existencial.







Vitalidad.

Mis manos quiebran la integridad del sepulcro.
He sobrevivido al gran silencio.
Nostálgico, me sacudo el polvo que me cubre.
Aquella simiente aún vive, la huida del sol hizo fenecer sus hojas
y endureció un poco su tallo,
pero ha crecido en la soledad de estos brazos.
Antes de mi reclusión pude ver el rostro del enterrador,
cuya inocencia indicaba lo que desconocía.
Mi cuerpo hizo nacer raíces que emergieron en un dolor insensible.
Quizás mi entierro no fue más que una siembra, 
o en realidad sí hubo una muerte.
Un fallecimiento que acabó con nuestros frutos, con la fertilidad de la arcilla
que nos daba la existencia, y que mostró en mi pecho, 
como en los troncos heridos que yacen en los suelos, un retoñar eterno.








La libertad es apenas la certeza de ser libre.         
                                                               
“Y si un baobab no se arranca a tiempo
ya después no podrá uno deshacerse de él.”
Antoine de Saint Exupéry.

Es cierto. La tierra existe. La tierra no controla los retoños.
Pero sólo una tierra fértil hace crecer los baobabs.
Quizás, horadada por el paso de los hombres,
cada movimiento amenace su presencia.
Quizás, después de la sequía, cada gota sea un torrente de vitalidad.
Entonces la simiente puede encontrar el camino.
La tierra acoger las ansias de alzarse. Crecer es el fin de la espera.
Pero la luz no aparece. La tierra aprende. No todo retoño es árbol.
No todo árbol es vida. El verdor de las hojas presupone un destino eterno.
La tierra llora. Una gota, sólo una gota  y tantas ramas.
El baobabs ciñe cada partícula a su alcance, cree dominar los terrenos.
Desconoce una verdad oculta en cada porción de tierra.
Ni la raíz más profunda logra llegar a la esencia.
Basta mantener el poder de los dominios.
Hasta los baobabs pueden ser despojados del suelo.  








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