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domingo, 24 de junio de 2012

7242.- LIGIA GUILLÉN



Ligia Guillén
Poeta, narradora, actriz, artista plástica y periodista. Nació en Estelí, Nicaragua en 1939. Reside en la Florida donde es Directora y co editora de "Poesía Peregrina", revista literaria publicada en Miami para difundir la poesía nicaragüense. Es miembro de ANIDE.

Autora de dos libros de poesía. La mayor parte de su creación literaria está inédita entre ésta el poemario, Sueños y presagios, y en preparación un libro de cuentos. Su poesía ha sido recogida en varias antologías, algunas bilingües. Publica sus poemas en revistas y otros medios culturales de Nicaragua y los Estados Unidos.

Bibliografía

1. He dado a luz mi muerte (poesía). (Managua, Ediciones El Pez y la Serpiente, 1976).
2. Los niños de Nicaragua (narrativa infantil). (San José, Costa Rica,EDUCA, 1979).
3. Juego de prendas (poesía). Departamento de Cultura del Centro de Estudios Políticos de Fuerza Democrática Nicaragüense, 1985.




Soy otra

Soy otra
No busques mi ternura, quedó donde
no alcanza la memoria. Dolor de vida
que obliga a vestirse con filos de
hojalata.
No
tengo
con el presente, ningún lazo de sangre.
Para purificar mi soledad, no sobaré
recuerdos, ni aun el sonido de los besos
al oído que llenaron por años unos días.
No
te
comportes
como ese demonio que me acosa. Los sueños
me gastaron el tiempo y nunca desperté.
No tuve
No poseo
No recuerdo
Porque no conocí la redondez de la manzana
estoy limpia.
Soy
trino
y
una
Estreno este camino con nuevas palabras
para nombrar las cosas.
–Lo que tiene la lengua para hablar no calle.–

(De He dado a luz mi muerte)






He dado a luz mi muerte

He dado a luz mi muerte
La hice vivir y no puedo contra
mi instinto repudiarla
Exige mi atención
Requiere mimos
Me roba el tiempo
Anda detrás de mí
Siempre me tiene cerca
Si me ve a solas grita habla fuerte
No me deja dormir
Cuando voy a la cama se acomoda
Entre Él y Yo y nos separa
A golpes de noches y días
me aísla
Minuto a segundo
me va dejando para Ella

(De He dado a luz mi muerte)







Estelí era entonces

Estelí era entonces
una carretanagua
dos cadejos uno negro
otro blanco
tres pozas El Playón
San Lázaro
El Talpetate
Dos escuelas
y en la escuela la obligación
de llevar el pocillo con
azúcar y pinolillo para tomar
la leche Klim que mandaba
el tío Sam.
Nicaragua es hoy
un enorme pozo donde estamos
metidos los nicaragüenses,
los niños trabajan
tenemos muchas carretanaguas
los cadejos se han multiplicado
y el tío Sam manda
rifles y cañones para castigar
a los niños que bebieron leche Klim
y se dieron cuenta que todavía
la estamos pagando con sangre.

(De He dado a luz mi muerte)








Elegía a la muerte de mi padre

Sólo allí donde hay muerte
puede existir la vida.
¡Oh muertos inmortales!
Dámaso Alonso

La tarde que mi padre tuvo que asistir a la cita
era borrosa y destemplada por el frío invernal.
Fue una entrevista rápida,
se encontraron, se reconocieron con un gesto
y después de una vacilación de su parte
tuvo que aceptar el plazo final.

Al regresar tenía en el rostro todo el peso del mundo

–No es fácil morirse– me dijo, mirándome a los ojos
y su mirada estaba despavorida.
Pero es que él ignoraba que cada minuto que vivimos
nos acerca un paso a nuestra muerte,
desconocía que la muerte llevaba desde siempre
la cuenta de sus 86 años,
que empezó a morirse en el vientre materno.

En esos días una droga empírica le dio esperanzas
y quiso creer en ella, pero a los pocos días
se convenció de que era una quimera.

Se dio por vencido.

Asumió con dignidad el trance
aunque a veces, a través de la piel se veía
palpitando la angustia por lo desconocido,
y ese hombre que había sido un duro
se fue ablandando todo.
Poco a poco se abrió a la dulzura
que siempre tuvo cerca y prefirió ignorar,
él, que defendió sus ideas con fervor y pasión
no quería que hubiera discusiones
en su presencia, ni guardáramos rencores.

Ya en cama, cuando su rostro y sus canas
eran una misma cosa, al despedirnos
buscaba con leve movimiento el beso en la frente
o la caricia en la cabeza.
Después llegó a las lágrimas y entre llantos
recordó a los hijos bastardos.

En las últimas semanas a su Lina la llamaba “Linita”,
la tomaba de la mano buscando su fuerza
y sólo se aventuraba al sueño sabiéndola cerca.
Dijo entonces que era un hombre bienaventurado

porque se vio rodeado de sus diez hijos
que llegaron de países distantes para el día señalado.

En control de sus facultades nos hizo prometer
que no llevaríamos su cuerpo a Nicaragua
y pidió ser enterrado en los llanos de Manasas,
un pueblecito de Virginia donde se libraron
batallas de la guerra civil norteamericana.
Tenía poderosas razones para no querer
que sus cenizas abonaran la tierra natal.

Había nacido, como toda su familia, en La Segovia,
sus mejores recuerdos de infancia y juventud
quedaron en las montañas del norte, en El Jícaro,
San Albino, el Río Coco, Susucayán, El Ocotal.
A los 16 años, junto con sus primos Rufo Marín Guillén
y Miguel Angel Ortez Guillén se unió a las filas
del general Sandino, porque creía que la justicia
era más que una palabra y había que practicarla.
Sus hijos vivimos esa historia con él y por él.

El triunfo de la Revolución lo convirtió
en el hombre más feliz de toda su patria,
pero el desengaño amargó sus últimos años.
Después abandonó el país sin mirar para atrás.

El paso de los días lo doblegó y suavemente
reclinó su tronco de roble cansado,
aun así tuvo el ánimo y la ilusión de decir
que tenía cosas por terminar,
ignoraba que no se puede recuperar el aire respirado.

Aquella tarde del 6 de diciembre
en Nicaragua cantaban la Purísima,
en Virginia caía una nevada.
A las siete de la noche, en un instante,
fue como querer pronunciar una palabra,
dejarla empezada y luego... nada,
el frío de su último aliento se metió en la cama,
en el cuarto, llenó toda la casa y me congeló el alma.

Al llegar al cementerio el cielo se había desbordado,
llovía como suele llover en sus montañas segovianas,
una lluvia muda, espesa, pausada y fría.
Diminutos riachuelos corrían entre las lápidas
arrastrando manojos de flores marchitas
que otras manos dejaron para otros muertos.

Tiritando bajo las sombrillas empapadas
mirábamos la fosa abierta en la tierra
y dolía
como una enorme herida abierta en el pecho.
¡No sé por qué tardaron tanto en colocar el ataúd!
mientras el agua rojiza por el barro
se deslizaba recogiéndose deprisa en la fosa.

Recordé que antes de morir me dijo
que yo era su espíritu y me pregunté
qué quiso decirme, sin encontrar respuesta,
entonces me zambullí en el pequeño remolino
que se movía al fondo y naufragué en su tumba
aquella tarde.

Virginia, 1996

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